Nos conocimos hace un par de años y no habíamos compartido muchas intimidades. A mí, desde el principio, me pareció una persona más amable de lo que sus maneras mostraban, pero hay que reconocer que la tía era dura de pelar. El caso es que, al contrario de lo que opinaba la gente a primera vista, me gustó.
Dos años después, sin haber tenido mucha intimidad ni historias personales compartidas, estábamos hace unos días en mi coche hablando de las pelis que últimamente estaban en cartelera (Sufragistas, La chica Danesa, Carol), cuando nos dimos cuenta de que compartíamos intereses (en este caso, cinematográficos). Le debió sorprender porque, cierto es, no son películas del alcance de Star Wars (por desgracia), así que me preguntó a qué me dedicaba yo. Al decir, en resumen, que trabajaba por y para que las mujeres alcanzasen una sexualidad libre, sana y satisfactoria… se quedó callada. Después de unos segundos de silencio que se me hicieron larguíiiisimos, me miró y muy seria me dijo. «Oye, tú sabes que yo soy lesbiana ¿no?».
Mi primera reacción fue de sorpresa. No por la confesión, sino por la pregunta en sí. Le dije: «Pues no lo sabía. Bueno, ni lo sabía ni lo dejaba de saber, la verdad». Igual que la gente no me va preguntando por mi orientación sexual, yo tampoco lo hago. Pero claro, esto es una trampa del heteropatriarcado. A mí no me preguntan porque se da por hecho (por hechísimo) que me gustan los hombres (no los hombres y las mujeres, ni siquiera, solo los hombres). Y yo no pregunto, aunque me pese decirlo, por la misma causa. La «normalidad» instalada en mi disco duro me lleva a colocar a la gente, porque sí, en el saco de la heterosexualidad obligada. Sí, ni yo me libro.
Conversamos un rato y estuvimos de acuerdo en que es una mierda que, igual que yo no me he visto nunca en la situación de necesitar compartir si me gustan los hombres o las mujeres, ella se ve con frecuencia o siempre. Puede estar X tiempo sin sacar el tema, pero al final, cuando va ganando confianza con la gente que va conociendo, se ve en la obligación de compartir este detalle. Como si por no hacerlo estuviese siendo deshonesta.
Y vaya, aunque es algo que ya alguna vez había pensando, no me di cuenta hasta ese momento de la gravedad de la situación y de lo ciegos que estamos el común de los mortales. Es grave, sí, que por no estar dentro de los límites de la normalidad que la sociedad occidental nos vende, haya personas que se vean obligadas a ‘confesarse’ quieran o no. Mientras el resto no lo hacemos y vivimos tan a gusto sin reflexionar ni poner a prueba detalles de nuestra identidad.
Uso este ejemplo porque es el que tengo reciente, pero hay mil situaciones similares.
Me gustan las mujeres. Me gustan los hombres. Me gustan las mujeres y los hombres. Me gustan las personas. Me gusta disfrazarme del género opuesto. Me gusta el BDSM. O solo me gusta el B o el D o el SM. Soy fetichista de tal o cual cosa. Me dedico a X (cantidad de profesiones que no están bien vistas por nuestra cultura), etc.
Fuera de la burbuja de normalidad de manual que hemos aprendido hay tantas o más cosas que dentro ¡pero las ocultamos o las obviamos! Porque es más fácil controlar lo poco que conocemos que enfrentarnos con valentía a la diversidad REAL.
Rebelémonos contra esto. Que ya es antiguo, que es injusto y que, encima, es ficción. La diversidad existe y tenemos que empezar a incorporarla de forma urgente en nuestras realidades personales. Qué guay sería que nadie diese por hecho, de antemano, la identidad y las formas de sentir de los demás.
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